Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas.
Pablo Neruda

martes, 20 de enero de 2009

lunes, 19 de enero de 2009

El rollo de las clases: no hay nadie q crezca mas alla de lo q vale

Porque existen clases sociales? Porque no podemos ser todos iguales? Porque no todos podemos tener lo mismo? Porque unos sostenemos a otros, a otros q tienen mas, a otros q manejan todo y llevan la rienda de nuestra vida q se embebe en la inercia del capitalismo?

RESPUESTA: DARWINISMO

Asi es, duelale a quien le duela y pesele a quien le pese, cada quien encuentra su espacio de confort. Algunos lo encuentran en la riqueza q producen al manejar una bola de trabajadores, otros en el trabajar dia a dia por el pan pidiendo dinero.

Cualquiera podra decirme q no es asi, q hay una clase q oprime a otra, q no todos tenemos las mismas oportunidades. Yo digo q esa clase q "oprime" a los otros, simplemente se aprovechan de sus necesidades para beneficio propio. Mas nadie dijo q aquellos q estan abajo no pueden sublevarse para convertirse en los q estan arriba. Cual es la diferencia?

RESPUESTA: LA APTITUD

No todos contamos con la misma aptitud para explotar los recursos, simple y sencillamente por una cuestion de variabilidad y un tanto de conformidad. He tenido la oportunidad de sentir muy de cerca la pobreza, la nada, el hambre, la necesidad y tambien he visto a muchos q estan en esa situacion y no hacen gran cosa por salir, no tienen la fuerza, la tenacidad, la sabiduria, o bien, la ambicion de poner todos sus esfuerzos para arrojarse por completo y arriesgar esa zona de confort para ver si acaso llegan un poquito mas lejos.

Nadie piensa ve como un pecado, sino como una virtud, el hecho de ir al supermercado y escoger el mejor precio y calidad al mismo tiempo. Porque ha de ser un pecado cuando alguien q maneja una gran empresa toma la misma desicion al comprar un producto q se vende en Africa a otro q se vende en EUA. Es el mismo principio, porque uno ha de estar mal y el otro es calificado como positivo?

Porque existen mujeres maltratadas aun en paises como Afganistan? Porque nadie hace nada? Yo digo q ellas mismas son las q tienen q hacer algo, ellas mismas son las responsables de su situacion. Al final de cuentas son ellas mismas quienes conocen su situacion y en las manos de quien cae el cambiarla. Nadie, ningun extranjero u organizacion internacional puede ayudarlas. La revolucion tiene q nacer -in situ-.

Aun sigo incansable la meta de sembrar en alguien la ambicion, de demostrar mi teoria frente a un monton de cabezas q no ven mas alla de su "dia", con UNA sola persona a quien logre envolver un dia con esta meta, sere inmensamente feliz.

miércoles, 14 de enero de 2009

Rayuela, capitulo 93

Amor mío, no te quiero por vos ni por mí ni por los dos juntos, no te quiero porque la sangre me llame a quererte, te quiero porque no sos mía, porque estás del otro lado, ahí donde me invitás a saltar y no puedo dar el salto, porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí, no te alcanzo, no paso de tu cuerpo, de tu risa, hay horas que me atormenta que me ames, me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado … no me mires con esos ojos, para vos la operación del amor es tan sencilla, te curarás antes que yo y eso que me querés como yo no te quiero. Claro que te curarás, porque vivís en la salud, después de mí será cualquier otro, eso se cambia como los corpiños... Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir a una mujer y casarse con ella. La eligen. Como si pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque la aman, yo creo que es al vesre. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos....


Julio Cortazar

lunes, 12 de enero de 2009

Abracadabra

Una mujer
por despecho o por placer,
enterró en un jardín
un coco seco mojado en carmín.
Luego un rival,
narcotraficando el mal,
escupía con ron
y alfilereaba un feliz corazón.

Yo no sé
cómo hay quien malversa la vida,
cómo hay quien invoca una herida,
como pueden gastar el amor.
Yo no sé.
Como si nos faltaran cadenas,
como si nos sobraran las cenas,
como si diera dicha el dolor.

Yo no sé
si el mal tiempo trae mala fe,
si la desesperación hace blanco
y se cierran los laicos colegios.
Si se vuelve al sortilegio
y aprendices de delfín
creen llegar a Merlín.

Yo no sé
si el mal tiempo trae mala fe.
Pero a mí lo que me embruja es volar
y hechizarme con tus sortilegios.
Soy brillante en tu colegio:
subo nota en el amor,
vuelo allí
como al sol
un colibrí.

Abracadabra,
curandera mi palabra,
todo mal pone bien,
sana del odio y vacuna también.
Abracadabra,
siga la pata en su cabra,
girasol, alhelí,
la mariposa besó al colibrí.

Silvio Rodriguez

domingo, 11 de enero de 2009

Let your pasion control your life

When people are young they usually let go all their passions: have a rock band, paint aquarelas or oleos, even write... How many of them continue feeding their passions when they are 50?

It is difficult to deal with adult responsibilities and make room for your passions. I want to publicly express my deep admiration to people who fight every day for living for their passions.

sábado, 10 de enero de 2009

Paris

París es un centro, un mandala que hay que recorrer sin dialéctica, un laberinto donde las fórmulas pragmáticas no sirven más que para perderse...



Fragmento Rayuela, Julio Cortazar

martes, 6 de enero de 2009



Estoy ardida, y que?

domingo, 4 de enero de 2009

El cuento del angel sin alas por Mery Piña

Por aquellos días un ángel sin alas rondaba mi vida. Aún no sabía si era un ángel de esos caídos o un ángel verdadero. Recuerdo que me divertía analizar su comportamiento sin que él se percatara que era yo quién lo observaba y no él a mi. Así habían pasado ya 15 días. Aquél día, como los otros 14, aguardaba a que yo saliera de mi casa como todas las mañanas. Siempre recargado sobre el muro del edificio frente a mi casa, esperaba a que dieran las ocho y treinta y cinco de la mañana para comenzar juntos la rutina del día. Íbamos andando hasta el metro que se ubicaba a pocas cuadras de mi casa y descendíamos los veintitrés escalones para adentrarnos en los túneles del subterráneo transporte y perdernos entre la gente dentro del vagón donde él se ocultaba bajo un libro de pasta azul que llevaba bajo el brazo. Protegido con esta impenetrable barrera, viajaba sin pena ni gloria hasta llegar a la estación de Montparnasse donde ambos descendíamos. Caminábamos juntos, pero al mismo tiempo separados por escasos metros, hasta el despacho de contabilidad donde yo trabajaba en ese entonces. Al llegar ahí, yo sacaba mis llaves y él hacía como si su destino final fuera otro un poco más lejos y seguía de largo hasta la siguiente cuadra, donde esperaba que mi jornada laboral terminara para volver a caminar a mis espaldas disfrazado en su supuesto anonimato.

A veces me preguntaba quién demonios había podido contratar a este individuo como detective, si era evidente que su técnica de investigación resultaba un tanto obvia. Siempre he pensado que los hombres somos animales entregados a la rutina. Vivimos la rutina de forma tan cotidiana que al final de cuentas uno se encuentra tan embebido en ella que termina por parecer que ella te escogió a ti y tú por vivir para ella. Ahí esta el éxito de los secuestros en México, solo vasta con seguir a alguien un par de semanas para saber qué es lo que hace exactamente cada día. Al parecer, el hombre del sombrero negro, que era así como lo había bautizado, no se había percatado de que él en si mismo era un animal de esta especie, entregado también a la rutina y entregado hasta tal grado que después de dos semanas de convivir con él, yo sabia qué era lo que haría a cada instante.

Me parecía exótico como me gustaba experimentar esa sensación de que alguien me siguiera y me observara, cuando usualmente a la gente le incomoda sentirse observado. Tal vez porque me parecía agradable sentir que mi vida pudiera parecerle interesante a alguien.

Aquella tarde se cumplirían quince días de que el hombre del sombrero negro siguiera mis pasos y había tomado una decisión. Esa tarde me iba a detener en seco e inesperadamente, sobre esa calle cuyo nombre me parecía curioso, la rue Gracieuse, y le iba a pedir una explicación de sus actos, pero algo ocurrió que me impidió llevar a cabo mis tramados planes. Esa tarde el hombre del sombrero negro no apareció.

Al no verlo esperando por su presa a la hora subjetivamente acordada, me atrapó la duda. Tal vez no eran las seis de la tarde, y volteé a confirmar la hora en el reloj de mi viejo móvil, pero eran justamente las seis. Tal vez había cambiado de escondite, y giré mi cabeza trescientos sesenta grados, pero nadie con sombrero negro se asomó a la retina de mis ojos. Ante la evidente ausencia de aquel que me seguía, me entregué a la resignación y pensé que mi vida había vuelto a la supuesta normalidad en la que se encontraba antes de conocerlo, pero no fue así.

Pasaron días, antes de que pudiera caminar por las calles sin voltear hacia atrás para verificar que nadie me siguiera. Inclusive hoy en día todavía miro el muro del edificio frente a mi casa todas las mañanas al salir, con la esperanza de encontrar algún sombrero conocido. Pasé horas vagando entre una hipótesis y otra acerca de lo que habría sido de él. Tal vez lo atropellaron esa tarde mientras caminaba hacia donde habríamos de encontrarnos, tal vez había muerto su abuelita y le tuvo que cumplir su último deseo: arrojar sus cenizas al mar. Tal vez mis hipótesis involucraban demasiada imaginación…

Poco a poco mis hipótesis se fueron volviendo cada vez más elaboradas e improbables y mi delirio de persecución se fue diluyendo en aras de aquello que era lo único que le daba sentido a mi monótona vida. Podía vivir como fuera, no me importaba repetir las mismas acciones cada día y trasladarme incansablemente de mi casa al trabajo y del trabajo a mi casa, con tal de alcanzar el glorioso día en el que agregaría un ladrillo más a la construcción de la fortaleza de mi gran sueño: conocer el mundo entero.

Después de la muerte de mi ex novio, el viajar era lo único que me interesaba. Una actividad que demandaba la suficiente atención como para olvidarme de las noches a su lado cuando conversábamos mientras no hacíamos el amor y las carcajadas mientras cocinábamos, los domingos de verano tirados junto al Sena y las cenas románticas que organizábamos en casa para dos. Él había sido el único que había tenido la paciencia para desmantelar la armadura que porto a diario y encontrar lo que soy realmente. Es difícil de comprender cuando la vida te da algo y tan caprichosamente te lo quita de pronto, tan súbitamente, que la palabra madurez no alcanza para describir todo lo que uno tiene que aceptar antes de superar una pérdida de ese grado. Después de eso, no me quedó más que entregarme a la pasión que él y yo compartíamos, viajar. Fue así como he ido intentando llenar mi cerebro de imágenes de lugares exóticos y gente diversa para averiguar si esos nuevos recuerdos pueden ocupar el lugar de los otros, los antiguos, los hermosos, los que duelen. Y fue así como pensé que iba a borrar al hombre del sombrero negro.

Una mañana me levante para descubrir que se me había hecho tarde para tomar el avión que me llevaría hacía la conquista de un territorio más y me acercaría otro poco hacia mi meta de conocer el mundo entero. Esto no me parecía raro, era habitual que justamente el día que yo tomaba el avión, el tren, el autobús, el taxi o lo que fuera para partir de mi rutina hacia mi escape, pasaba algo: el despertador no funcionaba, se descomponía el taxi, un accidente, tráfico, alguien decidía suicidarse en la estación de metro ese día y en ese justo momento, qué sé yo, era como vivir una maldición. Lo único que me faltaba era que se me apareciera un elefante rosa para detenerme de satisfacer mi deseo de huir.

Hay veces que la vida te envía señales indicándote el camino que debes seguir para ser feliz, pero la mayoría de las veces no sabemos decodificar estas señales, y lo que en ese entonces pensaba que era una maldición, más tarde entendí que era una señal.

Esta vez el viaje era a Puerto Rico. Había escuchado tantas historias sobre el Yunque, la bahía del Mosquito y por supuesto de San Juan, que no podía esperar más para realizar ese viaje. Así es que a toda prisa salté de la cama y tomé la pequeña mochila que con tanta previsión había preparado una semana antes, por aquello de la maldición que me atormentaba, y salí corriendo. Iba tan feliz que no sentía ningún tipo de estrés por perder el avión. Había visualizado con tanta claridad mis pies sintiendo la blanca arena del Atlántico y mis ojos llenándose de la luz con la que los protozoarios iluminan esas aguas fantásticas, que no me quedaba ninguna duda que ese avión no despegaba sin mi. Corrí tan rápido como pude y a cada zancada sentía como si estuviera tres kilómetros más cerca de la isla de mis sueños. Fue entonces cuando noté que alguien me seguía. Escuché el ritmo de sus zapatos sobre el asfalto que se compaginaba con el de los míos y no pasó mucho tiempo antes de que escuchara también su respiración agitada. Era él, no podía ser nadie más.

¿Qué había hecho del sombrero? Después de tanto trote, seguramente lo había perdido en el camino. Por un momento no supe que hacer, si seguir corriendo y luchar contra la maldición encarnada ahora en el hombre del sombrero negro o entregarme a ella y encararme con mi misterioso perseguidor. Fue hasta entonces que comprendí el sortilegio que embrujaba mi vida cada vez que iba a viajar y lo traduje como un esfuerzo del destino, de las Moiras, de Dios o el enanito que maneja los hilos de nuestras vidas para mostrarme algo.

En mi mente alguno de estos personajes era responsable de hacer que se cruzaran los hilos de la vida de personas diferentes y era nuestra decisión si sólo cruzábamos con el hilo o lo entretejíamos en el nuestro. A veces no prestamos atención al hilo que se cruza y nos esforzamos por tomar el evento como un simple cruce y seguimos de largo. Esta vez dejé que mi hilo se entretejiera con el de aquél que cruzaba mi vida por segunda vez.

Pero no podía detenerme, el tiempo era valioso en estos momentos, un minuto menos y perdería mi vuelo hacía la libertad. No podía equivocarme, era él, su aroma, su respiración, hasta su modo de transpirar era el mismo al que recordaba. Fue él quien tomó la iniciativa de tejer los hilos de nuestras vidas. Me sostuvo fuerte del brazo y yo casi caigo. Cuando vi sus ojos solo pude respirar el miedo que escapaba a través de ellos: “alguien te quiere matar”, pronunció entrecortado.

¿Matarme? ¿Quién podría querer matarme? ¿A quién le interesaría la vida de una pobre agente contable que vive para viajar? Aparentemente ese alguien existía. Yo me reí y le pedí que me soltara, le dije que tenía prisa y no tenía tiempo para juegos. Que si lo deseaba nos reencontraríamos en un par de semanas. El me dijo que no fuera a Puerto Rico, todo estaba planeado para darme el tiro de gracia ahí. Lo dejé hablando solo y me subí al primer taxi que vi pasando por Faubourg de Saint Jaques. No podía dejar de ser un Mercedes negro que marcaba 2.10 en el taxímetro cuando me subí. Le pedí que me llevara a Charles de Gaulle y le ofrecí cincuenta euros extra si me dejaba ahí en 20 minutos. El hombre de color que conducía el elegante vehiculo me dio una mirada retadora y una sonrisa burlona y aceleró tan de repente que sentí mi cabeza golpearse contra el asiento. Voltee hacia atrás donde había dejado sobre la acera al joven delgado de camisa blanca de algodón y jeans deslavados con una expresión de tristeza en su cara y una postura de frustración en su cuerpo.

Veinte minutos más tarde y con noventa euros menos en el bolsillo, estaría en Charles de Gaulle y ocho horas después en San Juan escuchando la paradójica personalidad del mar que es fuerza y tranquilidad a la vez. Me pregunto como puedes hacer para guardar un poquito de espuma de mar en una cajita de madera y cada vez que la abras poder escuchar el romper de las olas, meter tus dedos y sentir el aire y el agua dando una suave caricia en los poros de tu piel: espuma.

Con el viento soplando fuerte sobre mi cara y el sol acariciando mis mejillas me inclinaba sobre una de las ventanas del Fuerte de San Felipe del Morro viendo hacia el este e imaginando que podía ver Paris al otro lado del océano. Cuando di por terminado mi nostálgico encuentro con el mar y salí del Fuerte, me encontré con un viejito que vendía golosinas. Con la piel rojiza de textura de un cartón arrugado, me clavó una mirada de ternura como pocas he visto en mi vida y me ofreció un dulce típico. Yo lo acepté y lo intercambié por un dólar.

Cuando abrí los ojos de nuevo estaba en un hospital. Los médicos que estaban a mi alrededor discutían con un acento costeño que devoraba todas las eses, la posibilidad de salvarme, pero yo escuchaba la voz de Mario a lo lejos que me invitaba a reunirme con él. La vida la conocía, mi muerte no. Mi naturaleza curiosa me ayudó a cerrar el capítulo de mi vida y voltear hacia la libertad. Si tan sólo mi ángel hubiera sabido eso…