Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas.
Pablo Neruda

lunes, 3 de agosto de 2009

La aventura del 65 por Mery Piña

Estaba cansada cargando un pesado equipaje después de viajar un par de horas y atravesar 750 km encerrada en un tren de alta velocidad. Me encontraba dando vueltas sobre las cinco cuadras que rodeaban la estación de Gare de l’Est. Al final de mucho andar, encontré la parada de mi tan buscado autobús: el sesenta y cinco.

Al subir, sentí como si me sumergiera en un catalogo de grupos raciales humanos. Indus, coreanos, colombianos, senegaleses, chinos, búlgaros, marroquíes, mexicanos, en fin, el mundo entero comprimido en 15 m2 en pleno e íntimo intercambio de partículas aromáticas: olor a humanidad en su máximo esplendor. Yo procuro quedarme adherida al tubo mas próximo del portón automático que abre y cierra a cada parada dejando entrar una bocanada de aire fresco. Todos los viajeros con los que comparto esta globalizada experiencia me piden que me mueva y yo trato de comprimirme y casi fusionarme al tubo que se encuentra estratégicamente ubicado a modo de agarradera. Prefiero soportar todas estas educadas sugerencias y el roce gozoso de los caballeros que al descender se frotan premeditadamente contra mi trasero, que ir a postrar el mismo en alguno de esos brillantes asientos, los cuales, obviamente no brillan de limpios, sino de mugre.

Me entretengo observando la riqueza étnica en medio de la cual me encuentro mientras un hindú se entretiene sacándose un moco con singular alegría y poca vergüenza. Más allá un árabe tose y un negro arroja un gargajo que le molestaba el cogote. Yo observo extasiada el intercambio de fauna microbiana que ocurre en ese microambiente móvil que circula en algún lugar de un gran PaRis.

Levanto un poco mi mirada y me encuentro con una pareja. Una tez blanca, casi transparente, es un francés que lleva de la mano a una joven de facciones angolenses. Sus miradas se cruzan y reflejan una ternura casi eléctrica que ilumina el aire que les circunda. Sobre una de las piernas de la mujer, un niño se abraza con fuerza. Es un niño de tez clara, si bien no blanca, tampoco negra, una piel perfectamente dorada y tersa que acoge unos ojos negros y redondos bajo unas pestañas espesas y largas. Y en ese momento imagino lo fabuloso que será el mundo en algunos años, tal vez algunos siglos o milenios cuando ese niño represente una sola raza, una sola cultura, una sola humanidad que incluya en si misma a todos, que respete y acepte, que construya y se ayude entre si. Una humanidad que de esperanza como la que reflejan sus brillantes ojos, una única humanidad.


Mery Piña