Para mi corazón basta tu pecho, para tu libertad bastan mis alas.
Pablo Neruda

miércoles, 31 de agosto de 2011

Otra carta




Mientras se gesta mi próxima producción, no pude dejar de compartir con Ustedes este fabuloso poema que llevo horas sin dejar de leer y releer y releer... Hasta la noche...

Siempre estás a mi lado y yo te lo agradezco.
Cuando la cólera me muerde, o cuando estoy triste
—untado con el bálsamo para la tristeza como para morirme—
apareces distante, intocable, junto a mí.
Me miras como a un niño y se me olvida todo
y ya sólo te quiero alegre, dolorosamente.
He pensado en la duración de Dios,
en la manteca y el azufre de la locura,
en todo lo que he podido mirar en mis breves días.
Tú eres como la leche del mundo.
Te conozco, estás siempre a mi lado más que yo mismo.
¿Qué puedo darte sino el cielo?
Recuerdo que los poetas han llamado a la luna con mil nombres
—medalla, ojos de Dios, globo de plata,
moneda de miel, mujer, gota de aire—
pero la luna está en el cielo y sólo es luna,
inagotable, milagrosa como tú.
Yo quiero llorar a veces furiosamente
porque no sé qué, por algo,
porque no es posible poseerte, poseer nada,
dejar de estar solo.
Con la alegría que da hacer un poema,
o con la ternura que en las manos de los abuelos tiembla,
te aproximas a mí y me construyes
en la balanza de tus ojos,
en la fórmula mágica de tus manos.
Un médico me ha dicho que tengo el corazón de gota
-alargado como una gota- y yo lo creo
porque me siento como una gruta
en que perpetuamente cae, se regenera y cae
perpetuamente.

Bendita entre todas las mujeres
tú, que no estorbas,
tú que estás a la mano como el bastón del ciego,
como el carro del paralítico.
Virgen aún para el que te posee,
desconocida siempre para el que te sabe,
¿qué puedo darte sino el infierno?
Desde el oleaje de tu pecho
En que naufraga lentamente mi rostro,
te miro a ti, hacia abajo, hasta la punta de tus pies
en que principia el mundo.
Piel de mujer te has puesto,
Suavidad de mujer y húmedos órganos
en que penetro dulcemente, estatua derretida,
manos derrumbadas con que te toca la fiebre que soy
y el caos que soy te preserva.
Mi muerte flota sobre ambos
y tú me extraes de ella como el agua de un pozo,
agua para la sed de Dios que soy entonces,
agua para el incendio de Dios que alimento.

Cuando la hora vacía sobreviene
sabes pasar tus dedos como un ungüento,
posarlos en los ojos emplumados,
reír con la yema de tus dedos.
¿Qué puedo darte yo sino la tierra?
Sembrado en el estiércol de los días
miro crecer mi amor, como los árboles
a que nadie ha trepado y cuya sombra
seca la hierba, y da fiebre al hombre.

Imperfecta, mortal, hija de hombres,
verdadera,
te ursupo, ya lo sé diariamente,
y tu piedad me usa a todas horas
y me quieres a mí, y yo soy entonces,
como un hijo nuestro largamente deseado.

Quisiera hablar de ti a todas horas
en un congreso de sordos,
enseñar tu retrato a todos los ciegos que encuentre.
Quiero darte a nadie
para que vuelvas a mí sin haberte ido.

En los parques, en que hay pájaros y un sol en hojas por el suelo,
donde se quiere dulcemente a las solteronas que miran a los niños,
te deseo, te sueño.
¡Qué nostalgia de ti cuando no estás ausente!
(Te invito a comer uvas esta tarde
o a tomar café, si llueve,
y a estar juntos siempre, siempre, hasta la noche.)


JAIME SABINES

martes, 2 de agosto de 2011

Silent Friday

Lanzando un grito sordo, como el árbol que cae en un bosque donde no hay nadie para escucharlo, sigo reforzando mi estúpida cualidad de proteccionismo, desgastándome lentamente mientras prosigo a evadir el hecho de la que necesita protección soy yo misma. Eso me entristece...

Me gustan las cuatro de la mañana, todo es tan silencioso, tan tranquilo, tan en paz. No se escucha nada más allá del silencio hueco y sordo que rodea mi vida hoy. Es como vivir abducida en tu propia vida y pretendo, sin éxito, romper ese silencio pronunciando las palabras que den sonido a lo que siento. Ahora, cuando la ciudad y yo intercambiamos experiencias, respiramos aire y nos detenemos a flotar sobre el tiempo. Ahí cuando todo es silencio, cuando los semáforos se encienden y cambian de color pero no hay a nadie a quien esto le interese, es cuando ambas sentimos la profunda respiración de la vida recorrer nuestra piel asfáltica como una caricia que se introduce por entre nuestros sentidos. Y mientras evoco el arrullo de las cigarras en mi mente, me disfrazo de nadie y me vuelvo transparente como el viento, sobrevuelo las calles húmedas, sola, siempre sola, respirando el hedor de la fresca lluvia y escuchando el palpitar de mi sangre recorriendo mi cuerpo etéreo y ligero. Me permito experimentar la sensación de la lluvia que cae tersamente sobre mis ojos, y me moja el alma deslavando la frustración de no tenerte entre mis brazos. La lluvia compensa tu ausencia, las gotas besan tiernamente mis labios e imagino que son los besos que Zeus dejaba caer sobre Hera, fecundándome los sueños, esos sueños de los que me intento agarrar como si fueran un globo de helio que me saca a flote cuando siento que me estoy ahogando en un cumulo de responsabilidades, compromisos y soledades.

Incesablemente me pierdo tratando de hallar las palabras adecuadas que describan esta sensación de ausencia de futuro, la deriva de un amor platónico, mi necesidad de verte y lo infinito de la compañía de tu recuerdo. Incurablemente infectada de tu embrujo, intento aplicar mi vieja e infalible técnica de olvidar el pasado utilizando el futuro como antídoto; pero no encuentro manera de envenenar ese sentimiento para el que aún no encuentro ningún nombre. Y aquí me encuentro pisando el futuro y aferrada al pasado, imaginando que te encuentro en un tiempo sin fecha, en un futuro después del futuro.

Pero mientras el futuro llega, la vida sigue y no me gusta detener el abatir de mis alas. Y es aquí donde debo alzar el vuelo y dejar al tiempo y al destino realizar el trabajo que a mí no me toca. Así es como me cubro de una manta que no es la que busco y beso unos labios que no son los tuyos, tratando de encontrar un poco de empatía que me brinde la ternura que tanto añoro. Indescriptible es la frustración que siento al calor de esos brazos que me estrechan con calidez y delicadeza, mientras mi mente se encuentra lejos revoloteando entre tus recuerdos.

Tanto tiempo sin sentir tu cálido oleaje y tu espuma que evoca caricias, que me parece increíble que mi memoria te retenga con tanta aprehensión. A veces pienso que me infecté del mismo cólera de Florentino Ariza. Por una razón que no comprendo, mi mente no te deja ir y aún sigo trayendo flores a la tumba donde nunca te moriste.